Persona, de Bergman.
La hora del lobo en que los sueños se confunden con la vigilia. Isla. Casa al borde de la playa.
Si en Dreyer el drama de la hermana atacada por el vampiro mantiene todavía la unidad del sujeto concebido como tal, en Bergman ese yo se fragmenta y duplica, tal vez el paso previo a la disolución. ¿En qué consiste una persona? ¿Los vampiros que acosan no serán en realidad otras facetas de ese mismo yo? ¿Existe el yo? Esa disolución de la unidad en lo múltiple ha de evidenciarse de alguna manera, de ahí los juegos de desaparición o de duplicación en el cine del sueco.
En las mujeres del cine bergmaniano irrumpe un tipo diferente, que no se permite el lloro, alejada incluso patológicamente de los efluvios emocionales, que tanto contrasta con los huracanes emotivos de otros personajes femeninos bergmanianos. Tres actrices despliegan una paleta de emociones muy contrastadas: Liv Ullman exhibe un patetismo que duele a la mirada ajena en La hora del lobo o La vergüenza, mientras que en Persona es Bibi Andersson, quien toma el relevo en ese papel y da rienda suelta a su pathos, exhibiendo sus debilidades primero con timidez, luego casi con jactancia.
Por su parte, Ingrid Thulin se incorpora a la galería de bellezas nórdicas ideales; en El rostro mira al espectador desde una frialdad de andrógino, ser desencantado que ya conoce todos los trucos y falsedades humanas. El título de esa película sirve como otro prueba más del interés que suscitaba en Bergman las caras, auténtico explorador de sus latitudes. El rostro altivo de Ingrid Thulin remite a la orgullosa procacidad de alguno de los rostros warholianos en los Screen test, como la ausente Nico, o el protegido por las gafas de sol Lou Reed. ¿Estarían sus ojos llorosos tras las referidas gafas?
Esa dicotomía se vuelve paradigmática en Persona. El doble rol de los dos prototipos femeninos, el de la mujer fría que logra refrenar la expresión de sus sentimientos y el de la pasional dominada por sus querencias se convierte en reflexión fílmica. Ese esquema ha de valorarse contemplando los primeros planos de las actrices en la película.
En este caso Liv Ullman interpreta al ser pasivo, un personaje que trabaja asimismo de actriz; el personaje ha explorado demasiado sus sentimientos mediante el desfile de máscaras de su trabajo, desfile que en realidad revela la propia interioridad en cada papel ajeno. En esto similar a la Jane B. de Agnès V. La mujer moderna sofisticada ha aprendido lo mismo que el hombre: ya no sabe llorar. Quien llora en Persona, quien maldice y quien sobre todo no para de hablar es el personaje interpretado por Bibi Andersson. La enfermera sí se permite dar rienda suelta a sus pasiones.
La película muestra la escisión de una personalidad en dos mitades contrapuestas que provocan una disociación: la orgullosa alma superior del artista que enmudece por el sufrimiento humano universal y por su podredumbre interna, y el alma inferior que intenta ayudarla, descubriendo que ella misma está desquiciada por un torbellino de emociones. De ahí que Alma, el nombre del personaje interpretado por Bibi Andersson, llore en diversas ocasiones. Y que el personaje de Liv observe impertérrita. Las lágrimas no se asoman a sus ojos ni siquiera en las peores circunstancias, cuando Bibi la abofetea.
Pocas veces una puesta en escena expresa tanto la interioridad de los personajes, en este caso la disociación de una personalidad partida en dos. ¿No era esta capacidad de revelación uno de los objetivos del retrato para Jean-Luc Nancy? Que la puesta en escena descubra cierta verdad íntima. Pero, ¿a quién retrata esa verdad íntima? La película acaba informando especialmente del demiurgo que ha creado la narración y de sus temores en esos momentos.
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