A propòsit de El entierro del Conde de Orgaz, del Greco, analitzat en un assaig de Sarah Schroth (recollit a Visiones del pensamiento, Ed. Alianza) i Las Meninas, de Velázquez, analitzat per Jonathan Brown (recollit a Escritos completos sobre Velázquez, Ed. Centro de Estudios Europa Hispánica)
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Esa elección de centrarse en la formalidad, en la faceta visible por expresarlo en términos más en boga –aunque un tanto antipáticos– no es la opción escogida ni por Schroth ni por Brown. Claro que una lectura formal no anula las que exponen razones históricas o establecen filiaciones artísticas, sino que las complementan, aportando un enfoque visual a sumar a las informaciones textuales. Los dos historiadores prefieren explicar o bien los antecedentes históricos que dan lugar a la obra, como hace Schroth, quien explica la historia de Gonzalo Ruiz o las disputas entre el pueblo de Orgaz y Núñez, o las diversas teorías propuestas por historiadores del arte intentando comprender la fascinación suscitada por Las Meninas, en el caso de Brown. Constituyen ensayos de primer orden para quien desee un buen conocimiento de la historia del arte, todavía más, ejemplares para quien se proponga aprender el oficio.
Ahora bien, ambos privilegian la información histórica o bibliográfica (el discurso verbal) por encima de lo que se ve en los lienzos, de manera que apuntar alguno de esos elementos puede servir para complementar a ambos historiadores. En este sentido, ambos cuadros comparten alguna característica, como el ánimo ilusionista que pretende fundir el espacio pictórico con su referente empírico: en Las Meninas el aposento, ¿extensión pictórica del lugar al que iba a ser destinado el cuadro originariamente, tal y como se han planteado algunos?; en el segmento inferior del lienzo del Greco el retrato de muchos conciudadanos. Los dos cuadros tenían una pretensión mimética de diluir las separaciones entre las dos esferas y vincular lo ficticio con lo empírico, trascendiendo ambos límites, desdoblando la pared retratada hacia el interior y al tiempo lanzándose hacia fuera, creando un nuevo espacio ficticio-real que ampliara la perspectiva del espectador con el juego planteado.
Si se reflexiona a propósito de lo formal pictórico no se puede eludir la figura del Greco. Destaca como uno de los gigantes del canon occidental en lo compositivo, puro dominio de las formas geométricas subyacentes en lo figurado; no extraña que Der Blaue Reiter lo tomara como uno de sus referentes. Formas helicoidales como en la Inmaculada concepción, piramidales como en La Virgen de la misericordia, romboidales... Eso por no citar obras que componen formas más enrevesadas. Cada obra del Greco descuella como una lección de cómo situar las figuras para generar el movimiento y la dirección más adecuados a su propósito. El Entierro del Conde de Orgaz constituye uno de sus mejores exponentes de esa virtud.
Los dos ejes de disputa en el cuadro ya se ven condicionados por el soporte. Así, la estructura del lienzo, horizontal en la base pero semiesférica por arriba se ajusta a lo pretendido. Los dos planos del cuadro tienen su traslación simbólica en la posición de las figuras: el ámbito realista abajo, con el friso de retratos; ante el plano de dominio horizontal inferior se presenta el superior semicircular, que parte del foco Dios-Cristo, del cual se proyectan hacia el exterior círculos concéntricos constituidos por apóstoles, santos, profetas y ángeles. Esos dos segmentos se unen con la transición del ángel que eleva el alma del difunto a las altas esferas, creando un eje vertical que pone en contacto la horizontal terrestre de lo físico y la esfera divina de lo espiritual. ¿Alguien puede poner en duda el neoplatonismo del Greco? El Entierro del conde de Orgaz plasma visualmente ese marco. ¿Cómo no iban a tenerlo presente en sus estudios los autores de la primera abstracción?
Para continuar reflexionando con el bagaje aportado por la hermenéutica, el postestructuralismo o la teoría de la recepción, hay que apuntar aún a otro de los conceptos preferidos del periodo: el horizonte de expectativas, puesto que uno de los grandes secretos de la fuerza de ambos cuadros, de su misterio, se halla precisamente en la ruptura del horizonte de un espectador prototípico. La tradición cultural mayoritaria ha enseñado al público a esperar la resolución del enigma del sentido de una obra mediante un mensaje nítido y verbalmente expresable. Aguarda una respuesta (que cómodamente le ofrecerá la audioguía o el connoisseur estrella), solución al acertijo, ya sea que implique una apología del arte, un enaltecimiento social de la figura del pintor, una propuesta política de regencia de la infanta, o cualquier otra teoría que se pueda concebir más o menos ajustada e incardinada en la obra.
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Ahora bien, ambos privilegian la información histórica o bibliográfica (el discurso verbal) por encima de lo que se ve en los lienzos, de manera que apuntar alguno de esos elementos puede servir para complementar a ambos historiadores. En este sentido, ambos cuadros comparten alguna característica, como el ánimo ilusionista que pretende fundir el espacio pictórico con su referente empírico: en Las Meninas el aposento, ¿extensión pictórica del lugar al que iba a ser destinado el cuadro originariamente, tal y como se han planteado algunos?; en el segmento inferior del lienzo del Greco el retrato de muchos conciudadanos. Los dos cuadros tenían una pretensión mimética de diluir las separaciones entre las dos esferas y vincular lo ficticio con lo empírico, trascendiendo ambos límites, desdoblando la pared retratada hacia el interior y al tiempo lanzándose hacia fuera, creando un nuevo espacio ficticio-real que ampliara la perspectiva del espectador con el juego planteado.
Si se reflexiona a propósito de lo formal pictórico no se puede eludir la figura del Greco. Destaca como uno de los gigantes del canon occidental en lo compositivo, puro dominio de las formas geométricas subyacentes en lo figurado; no extraña que Der Blaue Reiter lo tomara como uno de sus referentes. Formas helicoidales como en la Inmaculada concepción, piramidales como en La Virgen de la misericordia, romboidales... Eso por no citar obras que componen formas más enrevesadas. Cada obra del Greco descuella como una lección de cómo situar las figuras para generar el movimiento y la dirección más adecuados a su propósito. El Entierro del Conde de Orgaz constituye uno de sus mejores exponentes de esa virtud.
Los dos ejes de disputa en el cuadro ya se ven condicionados por el soporte. Así, la estructura del lienzo, horizontal en la base pero semiesférica por arriba se ajusta a lo pretendido. Los dos planos del cuadro tienen su traslación simbólica en la posición de las figuras: el ámbito realista abajo, con el friso de retratos; ante el plano de dominio horizontal inferior se presenta el superior semicircular, que parte del foco Dios-Cristo, del cual se proyectan hacia el exterior círculos concéntricos constituidos por apóstoles, santos, profetas y ángeles. Esos dos segmentos se unen con la transición del ángel que eleva el alma del difunto a las altas esferas, creando un eje vertical que pone en contacto la horizontal terrestre de lo físico y la esfera divina de lo espiritual. ¿Alguien puede poner en duda el neoplatonismo del Greco? El Entierro del conde de Orgaz plasma visualmente ese marco. ¿Cómo no iban a tenerlo presente en sus estudios los autores de la primera abstracción?
Para continuar reflexionando con el bagaje aportado por la hermenéutica, el postestructuralismo o la teoría de la recepción, hay que apuntar aún a otro de los conceptos preferidos del periodo: el horizonte de expectativas, puesto que uno de los grandes secretos de la fuerza de ambos cuadros, de su misterio, se halla precisamente en la ruptura del horizonte de un espectador prototípico. La tradición cultural mayoritaria ha enseñado al público a esperar la resolución del enigma del sentido de una obra mediante un mensaje nítido y verbalmente expresable. Aguarda una respuesta (que cómodamente le ofrecerá la audioguía o el connoisseur estrella), solución al acertijo, ya sea que implique una apología del arte, un enaltecimiento social de la figura del pintor, una propuesta política de regencia de la infanta, o cualquier otra teoría que se pueda concebir más o menos ajustada e incardinada en la obra.
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