Sin embargo, ése no es el secreto de Las Meninas –ni del Greco. La diferencia entre estos artistas y otros que pudieran emitir mensajes similares se halla en cómo logran plasmar visualmente lo que pretenden, incitando a un diálogo con el espectador que lo transforme, de igual manera que un receptor creativo engrandece la obra. ¿O no cambió el Quijote tras interpretarlo los románticos o la Generación del 98? O en el caso del propio Greco: ¿no lo enriquecieron, matizaron y expandieron las lecturas de Picasso o de Cossio?
Una gran obra amplia la mentalidad del espectador. ¿Y cómo puede darse tal ensanchamiento? Porque dicho así, sin justificarlo, podría parecer otra muestra más de pensamiento bienintencionado pero banal. Sin embargo, no se trata de eso; de hecho, dos de las pruebas más rotundas de la interrelación figuras-espectador se da en los dos lienzos a estudio: los personajes salen de la superficie del cuadro, buscan intuitivamente al receptor en el lugar ideal en que se debería de encontrar, sus miradas delatándoles; se comprueba en algunas de las efigies naturalistas del Entierro del conde de Orgaz, incluso el paje que interpela directamente al espectador con el dedo. Su presencia deviene fundamental, puesto que es él quien aporta el elemento más concluyente de diálogo con el público; en apariencia recuerda la lección escondida en el cuadro, pero al mismo tiempo aporta dicha complejidad estructural clave, al crear la referida fusión de planos entre la obra y el espectador, enriqueciéndolos a ambos con ello. Sin el paje y su exhortación la composición de los ejes horizontal-vertical-semicircular sería igual de buena pero el espacio de la obra no se habría dilatado hacia fuera, uniéndose con el del espectador, ficción y realidad entremezclándose.
Ese efecto de interpelación todavía se ve incrementado en Velázquez aunque expuesto con mayor sutileza, miradas ladeadas, interrogativas, focalizadas en el lugar en el que deberían de hallarse los monarcas a juzgar por el reflejo, pero donde en realidad nos hallamos nosotros. ¿Cabe mejor consideración de un pintor hacia su público que igualarlo con el matrimonio más poderoso del momento? Con una estructura de muñecas rusas, Las Meninas propone un juego de reflejos potencialmente infinitos; así, se trata de un cuadro en el que se retrata la creación de otro cuadro, con lienzos representados en las paredes que acumulan sentidos sobre el significado de la obra y que amplían el espacio retratado, incluso con el truco del espejo, con el colofón de la apertura de un nuevo ámbito con el aposentador, un umbral que invita a imaginar más y más territorios desconocidos. Con esa riqueza Velázquez se parangonó al Cervantes del Quijote y sus continuos juegos de ficción, en que la novela es una traducción de un escritor árabe a su vez interpretado por Cervantes, con cuentos y episodios intercalados –más el apócrifo que modifica el destino final del trayecto quijotesco. Con todo ello, los límites entre lo narrado, la autoría, lo real y lo ficticio se diluyen. ¿Dónde queda el cuadro, dónde el referente empírico y, sobre todo, qué sucede en el espacio intermedio entre ambos? Como ya apuntamos en la reseña del ensayo de Brown: ¿quién mira a los personajes, los monarcas o nosotros? Aún más: ¿somos nosotros los que miramos a las figuras o son ellas las que nos escrutan a nosotros?
Además de elucubrar respuestas precarias, podemos seguir admirando las misteriosas y eternas formas de los maestros.
Una gran obra amplia la mentalidad del espectador. ¿Y cómo puede darse tal ensanchamiento? Porque dicho así, sin justificarlo, podría parecer otra muestra más de pensamiento bienintencionado pero banal. Sin embargo, no se trata de eso; de hecho, dos de las pruebas más rotundas de la interrelación figuras-espectador se da en los dos lienzos a estudio: los personajes salen de la superficie del cuadro, buscan intuitivamente al receptor en el lugar ideal en que se debería de encontrar, sus miradas delatándoles; se comprueba en algunas de las efigies naturalistas del Entierro del conde de Orgaz, incluso el paje que interpela directamente al espectador con el dedo. Su presencia deviene fundamental, puesto que es él quien aporta el elemento más concluyente de diálogo con el público; en apariencia recuerda la lección escondida en el cuadro, pero al mismo tiempo aporta dicha complejidad estructural clave, al crear la referida fusión de planos entre la obra y el espectador, enriqueciéndolos a ambos con ello. Sin el paje y su exhortación la composición de los ejes horizontal-vertical-semicircular sería igual de buena pero el espacio de la obra no se habría dilatado hacia fuera, uniéndose con el del espectador, ficción y realidad entremezclándose.
Ese efecto de interpelación todavía se ve incrementado en Velázquez aunque expuesto con mayor sutileza, miradas ladeadas, interrogativas, focalizadas en el lugar en el que deberían de hallarse los monarcas a juzgar por el reflejo, pero donde en realidad nos hallamos nosotros. ¿Cabe mejor consideración de un pintor hacia su público que igualarlo con el matrimonio más poderoso del momento? Con una estructura de muñecas rusas, Las Meninas propone un juego de reflejos potencialmente infinitos; así, se trata de un cuadro en el que se retrata la creación de otro cuadro, con lienzos representados en las paredes que acumulan sentidos sobre el significado de la obra y que amplían el espacio retratado, incluso con el truco del espejo, con el colofón de la apertura de un nuevo ámbito con el aposentador, un umbral que invita a imaginar más y más territorios desconocidos. Con esa riqueza Velázquez se parangonó al Cervantes del Quijote y sus continuos juegos de ficción, en que la novela es una traducción de un escritor árabe a su vez interpretado por Cervantes, con cuentos y episodios intercalados –más el apócrifo que modifica el destino final del trayecto quijotesco. Con todo ello, los límites entre lo narrado, la autoría, lo real y lo ficticio se diluyen. ¿Dónde queda el cuadro, dónde el referente empírico y, sobre todo, qué sucede en el espacio intermedio entre ambos? Como ya apuntamos en la reseña del ensayo de Brown: ¿quién mira a los personajes, los monarcas o nosotros? Aún más: ¿somos nosotros los que miramos a las figuras o son ellas las que nos escrutan a nosotros?
Además de elucubrar respuestas precarias, podemos seguir admirando las misteriosas y eternas formas de los maestros.
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